Ella miraba impaciente su teléfono. No podía esperar a que
trajeran el postre. Un helado de vainilla con dos galletas de chocolate, como
siempre, que sin duda disfrutaba. Sin embargo, su compañía era ya intolerable.
Él hacía todo lo posible por sobrellevar la situación. Comía
la sopa minestrone con calma, con un dejo de resignación a cada cucharada.
Ella fue directo al plato fuerte. Una ensalada de atún. Nada
de permisiones. No habría antesala para su fracaso. Se sabía protagonista de la
derrota. Era lo suficientemente valiente para ordenar algo que hiciera la
situación más digerible, pero cobarde para aceptar que había terminado.
Él no lo pensaba así. Tal vez mudarse juntos podría arreglar
la situación. Movía el pie nerviosamente por debajo de la mesa, mientras ella
lo miraba de reojo, indiferente.
Ella pidió un gin tonic; suponiendo que unos tragos no
podrían empeorar más la situación. Prendió un cigarro, que se consumía a bocanadas
como las ganas de seguir allí sentada.
Él buscaba su mano, fría, distante.
Ella hacía lo posible por mantenerlas ocupadas, buscando
pretextos para escapar.
Las copas cada vez se veían más vacías, mientras el tiempo
transcurría lento.
¿Cuál es el afán por rescatar lo irrescatable? Aventarse al
abismo sin paracaídas. Topar con pared. No podía soportarlo más. Se levantó de
la mesa.
Le había regalado ese vestido azul en su primer aniversario,
hacía muchos años atrás. Usó los tacones rojos, al igual que los labios, que la
hacían sentirse un poco menos frágil de lo que era en realidad.
Él, como siempre, traía una playera negra y unos jeans. Tan
predecibles como sus palabras. Tan aburridos como sus historias. Tan monótonos
como sus caricias. Esperaba a que ella volviera del baño. La angustia le
revolvía el estómago.
¿Por qué ya no servían sus intentos por recuperarla? ¿En qué
momento había dejado de sentir?
Ella se miraba al espejo. Tenía que arreglarse el rímel. Las
lágrimas no paraban de correr. La desesperanza la embargaba.
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